Anoche acabé el libro de Jean Grondin, “Del sentido de la vida”. Lo he leído después de otras lecturas más densas y extensas (“¿Existe Dios?, de Hans Küng; “Jesús de Nazaret”, de Joachim Gnilka; y “Jesús: la historia de un viviente”, de Edward Schillebeeckx). Tal vez en entradas posteriores me anime a reseñar estos libros. Ahora, de momento, me he animado a volver a compartir mis lecturas a partir de este libro de filosofía con el que he disfrutado estos días. La entrada ha resultado bastante larga. Espero que sirva para que os hagáis una idea sobre el contenido del libro.
El texto comienza alejándose de las filosofías que han renunciado a plantearse las cuestiones de sentido y quieren convertirse únicamente en ayudantes o siervas de las ciencias empíricas. El autor invita a cada uno, siguiendo el ejemplo de Descartes, a afrontar por sí mismo la tarea de plantearse la pregunta sobre el sentido de la vida. A partir de un texto de Spinoza, Grondin vincula la cuestión del sentido de la vida con la aspiración al bien, al sumo Bien. Siendo una tarea que ha de realizar cada uno, no es, sin embargo, algo privado; aspira a hacerse comprensible para los demás, pretende ser un pensamiento universal.
Para Grondin, la cuestión del sentido de la vida es irrenunciable para la filosofía. Aun así, es una cuestión bastante reciente. ¿Por qué? Porque hasta el siglo XIX el sentido de la vida se daba por supuesto; la vida humana aparecía encajada en un orden del mundo, al cual debía conformarse (p. 33). Es en la filosofía contemporánea, a partir de Nietzsche, cuando empieza a ponerse en cuestión. Pero, Jean Grondin, va más allá: la misma afirmación de que la vida no tiene sentido, de alguna manera lo presupone. Hablamos de absurdo o sinsentido, como una falta, como carencia de algo que parece que debería tener, como si esperáramos que lo tuviera (p. 26).
Grondin presenta diferentes significados del término “sentido”:
1. Sentido como dirección u orientación. Nuestra vida aparece como una carrera que se orienta a la muerte. Es precisamente la consciencia de ese término la que nos obliga a plantearnos la cuestión sobre el sentido de la vida.
2. Sentido como significado. Cuando nos preguntamos por el significado de algo, especialmente una palabra, lo hacemos porque ese algo apunta a otra realidad que, en cierto modo, permanece inaccesible, oculta. Así ocurre también con nuestra vida: de alguna manera nos resulta extraña, ajena. Plantear el sentido de la vida supone tratar sobre su significación.
3. Sentido relacionado con sensación. Saber sobre la vida es captar su sabor, gustarla. La pregunta por el sentido es también la capacidad de encontrarle un cierto sabor a la vida (p. 42).
4. Sentido relacionado con capacidad de juzgar o apreciar la vida. Cuando hablamos de una persona con buen sentido, nos referimos a su capacidad para orientarse adecuadamente, para juzgar correctamente las situaciones y tomar la decisión correcta. El sentido se encuentra relacionado con una cierta forma de sabiduría.
El sentido de la vida es la cuestión que está tras todas nuestras decisiones y proyectos. El autor considera que la visión estructuralista, según la cual la cuestión del sentido de la vida y sus respuestas serían una construcción cultural, siendo verdad, resulta insuficiente. El sentido no es simplemente un constructo intelectual; siéndolo, depende de una orientación que ya se encuentra en nuestra libertad y nuestra forma de actuar. Por tanto, la filosofía no tiene que imponer un sentido, sino reconocerlo en la vida misma e intentar articularlo (p. 67). No es que demos un sentido a nuestra vida, como si es ésta no lo poseyera previamente. La naturaleza, todo lo vivo, se orienta por su propia dinámica a perdurar, a seguir viviendo, y en el caso del ser humano, a vivir más. Es en ese horizonte de todo el cosmos en el que hay que reinscribir la pregunta por el sentido (p. 71). En esa dinámica de la vida a la vida, queremos vivir mejor, alcanzar lo mejor; de ahí que ese dinamismo a vivir sea, al mismo tiempo, una tensión hacia el Bien. La orientación a vivir y al Bien es previa a toda reflexión; constituye el fondo o el horizonte desde el que se desarrolla nuestra vida. Ese Bien, en cuanto meta nunca alcanzada, me hace vivir desde la espera y la esperanza. Vivir es un estar orientado, un proyectarse al futuro. La esperanza se constituye en un rechazo de la muerte.
La esperanza se ve cuestionada continuamente por la experiencia del mal. Sin embargo, el dolor y el mal no niegan nuestra aspiración a la felicidad; la suponen. Los experimentamos como falta de aquello a lo que tendemos por el propio impulso que posee la vida. Pero la felicidad no es primeramente una conquista humana; en su experiencia entra la suerte, la fortuna, o la gracia. Es algo que nos viene dado. Por ello, más que buscar la propia felicidad, lo que podemos hacer es trabajar por el bien de los demás, en el alivio de sus sufrimientos, con la esperanza de que así puede dársenos el participar de la felicidad (p. 99s).
En el capítulo 9, Grondin se pregunta si hace falta fundamentar la moral. Con lo apuntado hasta ahora, el autor sostiene que un intento de fundamentar racionalmente la moral (como si todo se pudiera fundamentar) resulta infructuoso. La moral (al igual que la religión), nace de ese fondo vital que apunta al Bien, a la felicidad, a seguir viviendo, al alivio del dolor ajeno.
La filosofía debería acercarse a la religión y el arte, para reconocer en ellos expresiones y articulaciones de ese fondo o fundamento del sentido de la vida. La evidencia de lo divino es, según Jean Grondin, una conciencia de los límites, de la muy flagrante debilidad del hombre frente a los poderes de su destino, frente a su propia fatalidad. Sin esa conciencia, no hay humanidad ni sentido de la vida. Es en esa conciencia donde podemos reconocer las fuentes del sentido de la vida. Al reconocer nuestra fragilidad y limitación, reconocemos a la vez la comunidad de nuestra fragilidad: todos nos encontramos en la misma situación de precariedad. Esta es la base de la solidaridad y la generosidad (p. 124). Y, como una segunda fuente, la conciencia de la fragilidad nos hace sentirnos unidos a un mismo origen, ese fondo de sentido que traspasa la vida; fondo que, siendo inabarcable e incomprensible, ha encontrado expresión en la religión y la poesía. La religión, concretamente el cristianismo con la idea de salvación y liberación, expresa esa orientación hacia el Bien, la Vida y la superación del dolor. La filosofía actual, en lugar de mirar exclusivamente a la ciencia, haría bien en volver su mirada a la religión y el arte, como expresiones del sentido profundo de la existencia (pp. 133ss). La ciencia es incapaz de expresar la cuestión del sentido y del bien.
Creo que el siguiente texto puede resumir todo lo que llevamos dicho hasta ahora:
“En un universo de helador sinsentido la interrogación -acuciante- sobre el sentido de la vida me lleva a reconocer que el sentido es mi condición insuperable. Un mundo de sinsentido presupone un mundo consagrado al sentido y al Bien, que funda la conciencia que tengo de mí mismo. Ese sentido ya es el de nuestras vidas, no tenemos que inventarlo; más bien tenemos que reencontrarlo, sentirlo, hacérselo sentir al otro. La experiencia del sinsentido y de la muerte que me espera deja aparecer una nueva solidaridad con el otro, que estrecha los lazos y me ayuda a descubrir y a redescubrir lo esencial: no puedo hacer nada contra mi angustia, no puedo realmente alargar mi modesta vida ni una sola hora, no puedo ni siquiera alcanzar la felicidad, pero puedo socorrer al otro, intentar hacerle feliz y digno de existir. Toda moral conduce a eso. Todo cuanto me apega al sentido, todo cuanto me da esperanza es la esperanza de una vida con sentido para el otro, para que el otro pueda vivir como si la vida tuviese un sentido. Entonces será mi vida la que descubrirá su sentido, más allá de sí misma” (p. 140)
Así, en el esfuerzo por la felicidad del otro, me trasciendo a mí mismo, me proyecto, encuentro el sentido.
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