El desierto de los tártaros

Un joven teniente, Giovanni Drogo, se dirige hacia su primer destino, la fortaleza Bastiani, un fuerte cerca de la frontera norte y alejado de la ciudad y los cuarteles principales, donde se puede hacer fácilmente carrera. No hay ninguna ilusión en el teniente, no entiende muy bien qué va a hacer allí y, antes de llegar, ya está pensando en la posibilidad de pedir ser reemplazado.

El capitán Ortiz le convence de que espere al menos 4 meses; después podrá arreglar su salida con la excusa de una enfermedad. ¡Qué son 4 meses! Nada para alguien todavía joven como Drogo.

Poco a poco, el teniente va haciendo suya la espera que domina la vida del fuerte: ¿Y si los vecinos del norte deciden atacar? La posición de la fortaleza la convierte en el primer freno a su avance. Todos están convencidos del peligro del enemigo y de la importancia estratégica del fuerte. Poco a poco va acostumbrándose a esa espera, aun cuando no hay indicios del peligro. Los días van pasando sin que pase nada en particular. Unos se sujetan a sus rutinas diarias; otros, al reglamento; todos, a la espera de la aparición de un posible enemigo. Poco a poco, la vida en el fuerte se convierte en su vida, como si no hubiese nada más. Los días de permiso en la ciudad les hacen sentirse cono extraños en casa, como extranjeros en su propio país. Los demás, ni siquiera sus compañeros de academia, no pueden entender la importancia de la fortaleza Bastiani.

Así, esperando, Giovanni Drogo va consumiendo sus días casi sin darse cuenta, va perdiendo su juventud, prendido tan sólo de esa espera. Pero ya ni siquiera el Estado Mayor del Ejército ve peligro en la frontera y decide reducir la dotación de hombres en el fuerte. Entonces Drogo se da cuenta de que ya es demasiado mayor para cambios. Los que quedan, dejan de esperar que algo aparezca por el horizonte. Una falsa alarma hace decaer aún más los ánimos. La esperanza de un enfrentamiento glorioso que dé sentido a su vida militar se difumina en los soldados de Bastiani.

Pero las cosas no siempre ocurren como se les espera ni cuando se les espera. Entonces Giovanni Drogo descubre que el combate verdadero que tiene que afrontar no se va a dar contra un enemigo que ha demostrado no tener ninguna prisa por cumplir sus expectativas, sino ante alguien que siempre ha estado ahí y ante quien todo hombre se tiene que encontrar: su propia muerte. La talla del hombre, del soldado, de este hombre no se va a desvelar en el campo de batalla, ante la mirada cómplice de los amigos y compañeros, sino en la soledad, ante un enemigo que no va a defraudar en su aparición, antes o después.

desierto de los tartaros

Me ha gustado mucho la lectura. Por momentos me recordaba a Albert Camus. Iba a decir que contiene una «reflexión» sobre el tiempo, la espera y la manera en que damos sentido a nuestras vidas; pero la palabra «reflexión» no es la más adecuada. Es un relato, una historia en la que, a través de las expectativas de un joven soldado, podemos ir reconociendo estos temas,  podemos hacerlos nuestros. Las descripciones sobre cómo van viviendo los acontecimientos y el paso del tiempo ocupan, con las variaciones propias de cada etapa de la vida, el desarrollo de todo el libro.

El libro «El desierto de los tártaros» fue escrito por Dino Buzzati en 1940. En 1976 se realizó una película a partir de la novela. Una lectura, a mi entender, muy aconsejable.

Berlín. La caída: 1945

Beevor, Antony - Berlin-La Caida 1945 - TapaEl anterior libro que leí presentaba información sobre las violaciones de mujeres cometidas por el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín. Busqué información y me llevó hasta el libro que ahora comento. «Berlín. La caída: 1945», de Antony Beevor. No es un libro de historia al estilo de los libros escolares o las enciclopedias. Tampoco es una novela. Por su forma de narrar parece un documental bélico. Va contándonos los acontecimientos desde diferentes perspectivas, incluyendo continuamente testimonios y referencias de las personas que participaron en los mismos.

En los primeros capítulos nos presenta los acuerdos entre los dirigentes aliados con el fin de distribuir el territorio que debían ocupar los diferentes ejércitos. Pero después se centra en el avance del Ejército Rojo hacia Moscú. A lo largo del relato nos habla de las intenciones de Stalin en su conquista de la capital y del empecinamiento de Hitler y el Partido Nazi en prolongar una agonía que carecía totalmente de sentido. Los testimonios referidos son muy interesantes. Hay algunos elementos que quiero destacar:

  • Los generales americanos no tuvieron especial interés en Berlín. Estaban deseosos de acabar la guerra cuanto antes, evitando el mayor número posible de bajas. No pensaban en el posible interés político que tenía la ocupación de la capital.
  • Stalin no tenía ningún problema en ocultar información e incluso mentir a sus aliados con el fin de hacerse con la capital. Aparte del interés por humillar a Alemania, parece que estaba interesado en las investigaciones sobre energía atómica que los alemanes desarrollaban cerca de Berlín. Quería quedarse con el material y los investigadores.
  • Hitler estaba empeñado en arrastrar al pueblo alemán hacia la destrucción total. Habría sido feliz si cada alemán se hubiera suicidado un segundo después de hacerlo él. Creía que él representaba al pueblo alemán. Los militares de carrera querían evitar mayores sufrimientos al pueblo alemán, pero muy pocos y con escasos  resultados se atrevían a contradecir al Führer.
  • Los miembros del Partido Nazi y la SS tenían especial interés en castigar a cualquiera que intentara rendirse ante los aliados. Esperaban el sacrificio de todos y cada uno de los alemanes. Sin embargo, no tuvieron empacho en buscarse formas de escape, dejando abandonados a los soldados y a la población civil.
  • Los alemanes y, especialmente, las alemanas habrían preferido caer en manos de los aliados occidentales. Stalin lo suponía y siempre tuvo miedo de que Alemania capitulara antes ante Gran Bretaña y EEUU y les abriera las puertas de Berlín. Algunos generales alemanes pensaban que esto podría ahorrar muchos sufrimientos a la población alemana.
  • La fuerza desplegada por la URSS fue descomunal. Los generales disputaban entre sí para llegar los primeros a Berlín. Tenían mucha prisa en hacerlo. Los soldados eran sometidos a esfuerzos sobrehumanos. El número de bajas no importaba a Stalin.
  • Una buena parte de los soldados del Ejército Rojo convirtieron los asaltos, los pillajes y las violaciones a las mujeres en su forma habitual de entretenimiento cuando cesaban los ataques. Todo ello bañado abundantemente en alcohol. En un primer momento, la violación sistemática de mujeres parecía tener un carácter de castigo, por cuanto los alemanes habían hecho en la ocupación de la URSS; después pasó a ser una forma más de divertirse. Los testimonios son espeluznantes. Las violaciones se produjeron también con rusas que habían sido hecho presas por los alemanes durante la ocupación. «María Sapoval llegó a decir: «Me he pasado los días y las noches esperando al Ejército rojo. Esperaba que me liberasen, y ahora nuestros soldados nos tratan peor que los alemanes. No estoy feliz de estar con vida». «Resultaba difícil vivir con los alemanes -aseguró Klavdia Malaschenko-, pero esto es aún peor. Esto no es una liberación. Nos trata de un modo terrible y nos hacen cosas espantosas».

Y aquí un texto que me ha llamado especialmente la atención:

Un berlinés de dieciséis años llamado Dieter Borkovsky describió lo que había presenciado en un tren… «El rostro de los ocupantes estaba lleno de terror, ira y desesperación. Nunca había oído maldiciones como las de aquel día. De pronto distinguimos una voz por encima del ruido que gritaba: «¡Silencio!», y vimos a un soldado bajito u sucio con dos Cruces de Hierro y la Cruz Dorada alemana. en una de sus mangas llevaba una insignia con cuatro tanques metálicos, lo que significaba que había derribado cuatro tanques de combate a poca distancia. «Tengo que deciros algo -gritó, y el vagón quedó sumido en silencio-. Aunque no queráis escucharme, dejad de quejaros. Hemos de ganar esta guerra; no podemos perder nuestro valor. Si dejamos que la ganen otros y nos hacen sólo una parte de lo que hemos hecho nosotros en los territorios ocupados, no quedará un solo alemán vivo de aquí a pocas semanas». El silencio de aquel vagon era tal que podía oírse el vuelo de una mosca.

La forma de contar la historia resulta muy amena, aunque el exceso de datos sobre el avance de las fuerzas puede resultar abrumador y, en más de una ocasión, he estado un poco perdido de por dónde andaba cada ejército. Lo bueno es que cada batalla contada está acompañada por testimonios, palabras, intenciones e interpretaciones que nos recuerdan que nos ayudan a reconocer a las personas que intervinieron en las mismas. Una vez más, en estos hechos podemos reconocer lo mejor y lo peor de los seres humanos.

Mientras leía el libro, iba pensando en lo mal que le habían salido los cálculos a Hitler. El resultado de su locura fue que todo aquello que quería destruir se consolidara:

  • Ocupó la Unión Soviética para frenar el comunismo y consiguió que se extendiera y asentara sobre media Europa.
  • Pretendió extender los territorios alemanes más allá de lo que había poseído antes de la I Guerra Mundial y el resultado fue una Alemania dividida.
  • Quiso exterminar a los judíos y, al provocar su exilio, acabó favoreciendo el nacimiento del Estado de Israel.
  • Convirtió una nación relativamente próspera (los soldados rusos se asombraban de la comida y las construcciones de las granjas alemanas y no entendían qué habían ido a buscar los alemanes en la URSS) en un vertedero de escombros.
  • La supuesta superioridad del pueblo ario dio paso a su sometimiento y humillación, sobre todo ante los rusos.

Algunas de estas ideas aparecen también en el último capítulo del libro. Lo que todavía me sorprende más es que, de vez en cuando, aparezcan personas que todavía admiran a Hitler y su camarilla.

Por casualidad, el final de la lectura ha coincidido con las fechas en que se produjeron estos acontecimientos hace 68 años.

Eichmann en Jerusalén

Este es el título de un libro escrito por Hanna Arendt, a raíz del juicio de Adolf Eichmann en esta ciudad. El libro pretendía ser un informe sobre dicho juicio, pero la autora va introduciendo sus reflexiones sobre todo lo ocurrido. Yo empecé a leerlo buscando una cita sobre Eichmann que he utilizado en los apuntes de ética y, al final, lo he leído entero.

En los primeros capítulos, Arendt intenta profundizar en la personalidad del acusado. Eichmann fue el encargado de organizar la selección y transporte de los judíos de los territorios ocupados por los nazis hasta los campos de concentración. El acusado se escudaba continuamente en que su tarea consistía en cumplir órdenes del modo más cuidadoso posible. No lo hacía por odio a los judíos, pues se había preocupado por estudiar su historia y tratar amigablemente con algunos de ellos. Pero eran órdenes que procedían, en última instancia, del mismo Fuhrer, a quien él admiraba notablemente, y había que cumplirlas.

Arendt reflexiona también sobre la legitimidad del juicio, precedido por el secuestro de Eichmann en Argentina. Pone de manifiesto que el Estado de Israel pretendía tener su propio juicio sobre la persecución y exterminio de los judíos, cosa que no había quedado tratada en exclusiva en los juicios de Nuremberg. Hay una intencionalidad política en este juicio, que se trasluce en algunas palabras del fiscal o, incluso, del Primer Ministro Ben Gurión.

Después el libro hace un recorrido por los distintos países en los que intervino Eichmann para organizar las deportaciones. Una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido la afirmación de que sin la colaboración de los judíos notables de cada país, la tarea de Eichmann no habría podido ser tan exitosa. Ya había oído hace algunos años que en Polonia, los judíos más ricos e influyentes tuvieron la oportunidad de escapar del exterminio. Ahora, tras la lectura de este libro, veo que se trataba de algo muy conocido pero que apenas se suele nombrar. Una de las cosas que hacía Eichmann para organizar las deportaciones, era contactar con los Consejos de Judíos. Ellos eran quienes convocaban a los judíos a ir a las estaciones de tren. La máquina funcionaba bien, porque eran también judíos quienes seleccionaban y llamaban a las familias que debían ser deportadas. En muchos casos esta colaboración se debía sobre todo a la ignorancia, aunque a algunos les sirvió para salvarse de los campos. En otros casos, sobre todo al final de la guerra, la colaboración no podía escudarse ya en esa ignorancia y quienes colaboraron con los nazis debían ser plenamente conscientes del destino de sus compatriotas.

Otra de las cosas que pone de manifiesto Hanna Arendt es que en aquellos países en que los políticos y los ciudadanos se opusieron a las deportaciones, los nazis tuvieron muy poco éxito. El caso más llamativo fue el de Dinamarca, donde desde el principio se negaron a señalar a los judíos con la estrella sobre la ropa. Amenazaron con que, si les obligaban, todos los daneses, incluido el rey, se pondrían la estrella. Luego, con dinero de algunos ciudadanos ricos, ayudaron a los judíos a escapar a Suecia. Y lo más curioso era que, cuando no tenían apoyo local, algunos nazis iban perdiendo su empeño inicial, dejando de cumplir las órdenes que les llegaban desde Alemania. Sin el apoyo de los Consejos Judíos o los políticos locales, los alemanes ni siquiera se preocupaban en castigar los países ocupados por falta de colaboración.

Otro ejemplo, más simpático en medio de tanto sufrimiento, fue el de los italianos. Podrían ser fascistas y antisemitas, pero no estaban dispuestos a colaborar con el asesinato de los judíos. Fueron inventando excusas, escondiendo a los judíos, ayudándoles a salir del país, organizando sus propios guettos y campos, con el fin de alejar a los judíos de las manos de los nazis. De este modo lograron que el número de judíos deportados desde Italia o los territorios ocupados por los italianos fuera mucho menor que en los países directamente ocupados por los alemanes. También Bulgaria siguió una política similar a la de Italia.

El libro presenta también ejemplos de especial maldad, como la celosa colaboración del Consejo Judío de Holanda para deportar a los judíos extranjeros y el empeño del Gobierno Rumano en ir dos pasos por delante de los nazis en la iniciativa por acabar con los judíos.

En el epílogo, la autora presenta varias reflexiones sobre lo tratado en el juicio. En algunos momentos, me he perdido entre la discusión puramente jurídica, pero el libro me ha resultado muy interesante y clarificador.

Aplausos y mayorías

Está bien eso de apoyar al líder cuando tiene que tomar decisiones difíciles (pobrecito), pero no era el momento ni la forma, teniendo en cuenta que las medidas que tomaba afectan notablemente a muchas personas (con muchas más dificultades que su pobre líder). ¿Que había que replicar a la oposición? Un poco de talla política, por favor, que se trata del bienestar y el futuro de muchas personas.

Alfonso Alonso justifica los aplausos a Rajoy.

Andrea Fabra replicaba a los socialistas.

No me extraña que recorten en educación…

No me extraña que recorten en educación, porque a algunos les falta bastante.

Parece que nuestros políticos ya se han aplicado los recortes en educación, sensibilidad social, preocupación por el interés público, responsabilidad, honestidad, buenas maneras, sentido de Estado…

De casta le viene al galgo: Andrea Fabra y su precoz y polémica carrera política a la sombra de su padre.

La casta

Acabo de leer el libro de Daniel Montero «La casta. El increíble chollo de ser político en España». El autor reconoce que ha copiado el título de un libro que trata sobre los políticos italianos. Me interesé por el libro a raíz de una información que colgaron en facebook sobre cuántos políticos (entre cargos electos y gente de su confianza) soportábamos en España. Hice una búsqueda y apareció este libro.

El libro recorre las formas de actuar de los políticos para perpetuarse en el poder como si fueran una casta; de ahí el título. Las noticias que van desgranando a diario los periódicos, aparecen ordenadas por temas. Una y otra vez reconocemos a los políticos actuando, legal o ilegalmente, por su propio interés o el interés del partido. La ley la utilizan en su propio beneficio, aumentando sus privilegios. Y cuando se saltan la ley, buscan subterfugios que les permitan enriquecerse ilegalmente pero sin consecuencias penales. El dinero que nos cuestan entre sueldos, subvenciones, dietas, viajes, representación, sobresueldos, pensiones vitalicias (todo esto legalmente), más los contratos amañados, negocios sucios, uso de tarjetas de crédito para asuntos particulares, cobro de facturas no relacionadas con su trabajo, créditos impuestos a las cajas… es inimaginable. Hay mucho que sumar.

Evidentemente no todos son así. Lo que caracteriza a la casta es su capacidad para mirar hacia otro lado, encubrir la forma de actuar ilegal e inmoral de sus compañeros. Las cosas se tapan. Sólo se destapan cuando puede haber algún rédito político, cuando, de alguna manera, alguien puede sacar tajada. Por encima de todo, interesa perpetuarse en el poder.

Leer este libro acaba produciendo mala leche. No puede ser de otro modo; es la reacción natural ante tanto engaño. La limitación del libro: la fecha de publicación; es de 2009. Muchos de los casos que aparecen ya tienen sentencia judicial (como el caso de los trajes de Camps) y no siempre en el sentido que apunta el autor. Por otro lado, en este período han aparecido muchos casos más. La casta daría para que se publicara una nueva edición cada dos años (se entiende «edición corregida y aumentada»). Por ejemplo, no aparecen muchos de los casos vinculados con Jaume Matas, ni la vergonzosa trama de enriquecimiento personal montada utilizando las ONG en la Comunidad Valenciana. Tampoco da para sacar todo lo que está saliendo sobre los consejeros en las cajas de ahorro.

Viene bien su lectura para organizar el material, pero, a decir verdad, si uno quiere vivir en un mosqueo casi permanente, le basta con leer cada día la prensa. Nuestros políticos no defraudan.

A pesar de lo que escribo últimamente, sigo confiando en la labor de muchos políticos «a pie de calle», concejales de muchos ayuntamientos, que dedican su tiempo de manera, en ocasiones, casi altruista. Pero la casta, los partidos, especialmente los más grandes, aparecen como máquinas de poder que van a hacer todo lo posible por mantenerse o alternarse en él.

Yo también estudié en clases con 40

Como José Ignacio Wert, Ministro de Educación, y Jorge Cabo, Director General de Centros de Educación de la Comunidad Valenciana, yo también he estudiado en clases con 40 alumnos y, como a ellos, no me ha ido tan mal; lo cual no quiere decir que me haya ido igual de bien que a ellos, pero en realidad no me puedo quejar (de momento). Si estos han sido los resultados, no hay ningún problema en volver a clases con 40 alumnos, ya que, al parecer, la situación actual es muy parecida a la que teníamos cuando yo estudiaba.

Por ejemplo, nosotros, al igual que los alumnos valencianos de hoy, tampoco teníamos en clase un ordenador para cada uno. En realidad, les llamábamos computadoras y sólo las habíamos visto en las películas americanas.

Hasta mi 3º o 4º de EGB, también gobernaba en España un señor por mayoría absoluta; la diferencia es que él no había alcanzado el poder con el respaldo de las urnas, sino mediante una guerra.

Hasta aquí las coincidencias; ¿qué tal si ahora hablamos de las diferencias? Hablando de las virtudes de aquel sistema, en 5º de EGB yo escribía con mayor corrección que lo hacen ahora mis alumnos de 2º de Bachillerato. Es verdad que yo estaba especialmente motivado con la ortografía: mi maestro tenía una vara de madera; durante los dictados, se paseaba por el aula, mirando por encima del hombro de los alumnos; cuando encontraba una falta de ortografía, tocaba el hombro del alumno, éste se levantaba y el maestro le daba con la vara en el culo. ¡Claro que valoraba yo las normas de ortografía, no como los alumnos de ahora! En alguna ocasión escuché a alguna madre decirle a mi maestro que, si su hijo se portaba mal, en lugar de uno, le diera dos palos. Más o menos como ahora. Después tuve otros maestros más sensatos y con unas formas más humanas de motivar.

No teníamos móvil, ni en clase ni fuera de ella. No sabíamos que pudiera existir semejante aparato. Tampoco existían la PSP, ni la WII, ni los MP4, ni nada parecido. ¿Internet? No existía ni la palabra. En realidad, no teníamos tantas cosas con las que despistarnos. Tampoco teníamos una televisión en nuestra habitación, ni ordenador ni nada semejante.

Hasta mi 5º o 6º de EGB, en las familias, en la calle, en la escuela, en las iglesias y en la tele (sólo estaba la 1ª y la UHF) había un mismo ambiente moral, ideológico y, si me apuran, religioso. Todos tenían y mantenían un sentido semejante sobre la autoridad y el respeto.

La escolarización era obligatoria hasta los 14 años. Sólo unos cuantos pasaban al instituto y, en el momento en que repetían, sus padres se ocupaban de sacarlos del centro y ponerlos a trabajar. Nada de estar hasta los 16 años.

Teníamos la mitad de asignaturas y muchísimos menos medios de información o de dispersión. No existían planes de refuerzo ni de atención a la diversidad. Los que no valían para estudiar, iban repitiendo, quedándose atrás, y se salían del colegio en cuanto cumplían los 14 años. Pero esos no cuentan; sólo contamos aquellos a los que no nos ha ido mal.

Nuestra sociedad era mucho menos compleja, menos avanzada, con una estructura familiar más estable, aunque no necesariamente mejor; no se hablaba tanto de los derechos de la mujer ni de los niños. No formábamos parte de la Unión Europea, la mitad de los países que hoy forman parte de Europa no existían más que como partes de otros estados (Checoslovaquia, Yugoslavia o la URSS). Y en España estábamos empezando a entender qué era eso de la democracia.

Hace aproximadamente dos meses, un señor de unos 80 años me dijo que cuando él iba al colegio, eran 40 alumnos para un maestro. Lo decía como un reproche hacia los profesores de hoy. Creo que hablaba así por ignorancia. Le pregunté que si pensaba que los adolescentes y los jóvenes de ahora, o los padres, o la sociedad actual son como eran entonces. Me contestó que no. Este señor hablaba así por ignorancia, y en ese sentido y con esa edad, se le puede disculpar. Esa misma ignorancia no se le puede suponer ni a un señor Ministro de Educación ni a un Director General de Centros. Hablar como si volver a meter 40 alumnos en un aula fuera algo insignificante, que no afectará al rendimiento académico, resulta cínico. Y es cínico porque saben, pero no dicen, que a quienes va a afectar principalmente es a los alumnos que tengan más dificultades para aprender y que quienes quieran aprender van a encontrar más dificultades para conseguirlo. Pondrán 40 alumnos, o 50 si hace falta, y dentro de unos años algunos serán ingenieros, arquitectos o profesores de literatura. «No nos ha ido tan mal», pensarán. Pero habrán olvidado a los que se hayan ido quedando por el camino.

Pensar que todos estos cambios no han afectado a la educación demuestra o muy poca finura intelectual o mucho cinismo.

No soy un defensor de la LOGSE, pero si la gran aportación del PP a la educación va a ser meter más alumnos por aula y recortar el presupuesto no hace falta ni ministro ni ministerio.

P.S. Las declaraciones del Director General de Centros están recogidas en el diario Información del 15 de abril de 2012. Las del Ministro de Educación en cualquier periódico de tirada nacional del 16 de abril de 2012.